La oración del viandante

Alma cansada que te enervas al borde del sendero, descansa un instante en la senda eterna de la vida, deja el fardo de tus expiaciones, y reposa.

¡Escucha cuán llena de armonía está la obra de Dios! El ritmo de los fenómenos dimana dulce y grandiosa música. A través de las formas exteriores, los dos misterios, el del alma y el de las cosas, se contemplan y se sienten. Desde lo profundo, tu espíritu escucha y comprende. La visión de la obra de Dios otorga paz y olvido; frente a la divina belleza de lo creado, la tempestad del corazón se aquieta; pasión y dolor se adormecen en un lento  y dulce canto sin fin. Pareciera que la mano de Dios, a través de las armonías del universo, roza cual brisa confortante tu frente postrada de        fatiga, y te hace descansar como con una caricia. ¡Belleza, reposo del alma, contacto con lo divino! Entonces el viandante fatigado se reanima en un renovado presentimiento de su meta. No es  ya muy largo el tan lejano andar cuando  uno se detiene un instante, para beber en la fuente.  Entonces el alma contempla, anticipa, se levanta otra vez a lo largo del camino. Con la mirada fija en lo Alto es más fácil reiniciar luego la laboriosa marcha.

Detente en la vía dolorosa, seca tus lágrimas y escucha. El canto es inmenso, las armonías llegan de lo infinito, para besarte en la frente, ¡oh cansado viandante de la vida! Junto al tronar de las voces titánicas del universo, susurran en un encaje de bellezas las voces mínimas de las humildes criaturas hermanas. “También yo, también yo -exclama cada una- soy hija de Dios y lucho y sufro, llevo mi peso y toco mi victoria; también yo soy  vida, en la gran vida del Todo”. Y todo, desde el fragor de la tempestad al canto matutino del sol, desde la sonrisa del recién nacido al grito desgarrador del alma, todo se expresa a sí mismo, en su voz; y armoniza con las voces hermanas; todo expresa su íntimo misterio; la totalidad de los seres manifiestan el pensamiento de Dios. Cuando el dolor muerde las más íntimas fibras de tu corazón, oyes una voz que te dice: Dios. Cuando la caricia  del ocaso te adormece en el sueño apacible de las cosas todas, una voz te dice: Dios. Cuando la tempestad ruge y tiembla la tierra, una voz te dice:  Dios. Y la estupenda visión supera a todo dolor…

Reposa, escucha y ora. Extiende los brazos a lo creado y repite con él: “Dios, te amo”. Tu plegaria no es ya temerosa admiración por la potencia divina, es ahora más alta: es amor. Es la dulce oración que va como un canto que el alma repite, resonando de terrón en terrón, por la tierra entera,  de ola en ola por los mares, de estrella en estrella por los inmensos espacios; es la palabra sublime del amor, que las unidades colosales de los universos repiten junto y al unísono con la débil voz del último insecto que se oculta medroso entre las hierbas. Pareciera perdida y, sin embargo, también Dios la conoce, la recoge y la ama. En el infinito del espacio y del tiempo, esta sola fuerza, esta inmensa onda de amor, todo lo mantiene compacto en armónico desarrollo de fuerzas. La visión suprema de las últimas cosas, del orden en que todas las criaturas van, te dará un sentido de paz; de paz verdadera y profunda, la del alma satisfecha porque ve su más elevada meta.

Así, Dios se te aparece incluso más grande que en su potencia de Creador; se te muestra en el poderío de su amor. Estalla, alma; no temas. El nuevo Dios, el de la buena nueva de Cristo, es bondad. No los rayos vindicativos de Júpiter; antes bien, la verdad que persuade, la caricia que ama y perdona. El infinito abismo en que crees ver espanto no se halla ahí para devorarte en las tinieblas del misterio, sino que se hincha de luz y canta allí, sin fin, el himno de la vida. Arrójate seguro a él, porque ese abismo constituye amor. No digas: “no sé; dí: yo amo”.

Y ora. Ora ante las inmensas obras de Dios; ante la tierra, el mar, el cielo. Pídeles que te hablen de Dios; pide a los efectos la voz de la causa, y pide a las formas el pensamiento y el principio que a todas las anima. Y las formas todas se acumularán a tu alrededor, te extenderán sus brazos fraternos, te mirarán con mil pupilas hechas de luz, la eterna sonrisa de la vida te ha de envolver entonces como una caricia. Y las mil voces te dirán: “Ven hermano,  satisface tu  mirada interior,  bebe fuerza en  la sublime visión. Grande y bella es la vida, y aun en medio del dolor más atroz y tenaz, es siempre digna de ser vivida”. Y te tomarán de la mano, gritando: “Ven, cruza el umbral y contempla el misterio. Mira: no puedes morir, nunca, jamás. Tu dolor pasa y por ello subes, y el resultado queda. No temas a la muerte ni al dolor. No son ni el fin ni el mal; constituyen el ritmo de la renovación y la vía de tus ascensiones. La vida es un canto sin fin. Canta, pues, con nosotros, canta con todo lo creado, el infinito canto del amor”.

Ora así, alma cansada: “Señor, bendito seas Tú que estás por sobre todo hermano dolor, porque él me acerca a Ti. Yo me postro ante Tu gran obra, aunque en ella mi parte sea esfuerzo. Nada puedo pedirte, porque todo es ya perfecto y justo en Tu creación, incluso mi sufrimiento, incluso mi imperfección que pasa. Espero mi maduración en el puesto de mi deber. Reposo en la contemplación de Ti”.

Responde, oh alma, al inmenso abrazo, y has de sentir de verdad a Dios. Si la inteligencia de los grandes se postra y venera, se espanta frente a la potencia del concepto y de su realización, y se acerca a lo divino por  las fatigosas sendas de la mente, el corazón de los humildes llega a Dios por las vías del dolor y el amor, lo siente por las vías de esta sabiduría más profunda.

Ora así, alma cansada. Reclina la cabeza sobre Su pecho, reposa.

(IN.: LA GRAN SISTESIS)

26
ene
1945